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Desde Tokio (Japón) nuestro redactor estrella @topfiverecords nos cuenta cómo se vive de tan lejos el sueño que sentimos tan cerca.

fede garcia mundial

Este el el kit ganador de Fede García desde los cuarteles centrales de Interactivity en Tokio

Jueves 10 de Julio, cinco menos diez de la mañana. Tokyo, Japón. Absolutamente de día ya, primero porque de este lado del mundo estamos en pleno verano y segundo, porque los japoneses en su infinito apego por las reglas y las tradiciones jamás en la puta vida van a adoptar un cambio de horario en época estival.

Jueves 10 de Julio, cinco menos diez de la mañana. Tokyo, Japón. Jueves 9 de Julio, cinco menos diez de la tarde. Buenos Aires, Argentina. Mientras de aquel lado del mundo todos mis amigos, todos mis familiares, todos mis ex-compañeros de trabajo, todos mis conocidos y el resto de los 40 millones de habitantes de la República Argentina llevan horas palpitando el partido que está por comenzar, de este lado del mundo suena la alarma de mi despertador. “La concha que lo parió”, pienso. No te puedo explicar el sueño que tengo. Ridículo. Apenas empezaba a quedarme dormido que ya me tengo que levantar.

Como puedo despego los párpados, abro los ojos y camino hasta el living, prendo la tele y empiezo a buscar uno por uno en los canales. Uno por uno, lo único que encuentro son caras niponas. Un noticiero, un programa de comida, otro de comida, otro de comida, otro noticiero y uno más de comida. “Decíme que estos japoneses pasan el partido, la concha de tu puta madre”, pienso. Para mis adentros también pienso que me mato si a esta hora de la matina tengo que salir corriendo por la ciudad a encontrar un bar para verlo. Ciento cincuenta canales después, 148 programas de cocina después, encuentro una cara que no es nipona. Es la cara de Dios. Sí, Dios, con mayúsculas, como escribimos todos los creyentes. Messi, Dios, nuestro Dios, la reencarnación nuestro otro Dios, Diego Armando Maradona, se apresta a salir a la cancha. Y entonces, con todo el sueño del mundo de haber dormido apenas dos horas, hago lo que no hice en los últimos veinte años desde que abandonara allá por 1993 mi querido colegio San Agustín: me persigno y rezo.

Pasan los primeros cuarenta y cinco, los segundos cuarenta y cinco, los primeros quince y los segundos quince. Ciento veinte minutos inmóvil clavado en el sillón y no porque me haya quedado dormido, sino porque no recuerdo haber estado tan nervioso en mi vida viendo un partido de mundial. Será que los nueve mundiales anteriores que viví los viví en casa, rodeado de familia, de gente amiga, rodeado de cuarenta millones de tipos que esperan una victoria tanto o más que vos. Pero no esta vez. Esta vez alrededor mío todos duermen. Acá el mundial terminó para todos hace dos semanas. No para mí, que después de ciento veinte minutos de cero a cero pienso en que todos mis vecinos se van a despertar, van a desayunar, se van a subir al subte y se van a ir laburar muy tranquilos y relajados, sin tener que cargar en sus portafolios quedarse afuera del mundial en semifinales y por penales contra estos holandeses del orto. Me acuerdo de un tweet que leí hace un rato que decía que era mejor ser Perú, que ni siquiera clasificaron y deben estar viendo el mundial muy tranquilos. Me da vergüenza decirlo, pero en este momento, quiero ser Perú.

Tengo miedo. Mucho miedo. Le tengo miedo al arquerito holandés ataja-penales, le tengo miedo al fútbol injusto que después de merecer la victoria te lleva a esta maldita lotería, y por sobre todo le tento miedo a ser el único que cargue con tanto pesar esta mañana en todo este país. Pero no. Porque si Dios no apareció hoy por la cancha, por lo menos lo mandó San Chiquito para hacerme saltar del sillón que me tuvo congelado por espacio de dos horas para gritar un profundo y sincero “Vamos Argentina carajo, holandés y la concha bien de tu madre, andá con Brasil a la reputísima madre que te parió”.

Entonces me pego una ducha, y el agua está más linda que nunca. Y me hago el desayuno, y es el mejor café con leche que tomé en mi vida. Y llego al trabajo con ganas de abrazarme con todos, de saltar y de llorar, de putear a los holandeses, de putear a los brasileros, de hacer una ronda y cantar todos juntos ‘Brasil decime que se siente’ para después irnos todos a la Tokyo Tower a seguir cantando y saltando con los demás. Pero no. Acá no hay mundial. Acá entro a la agencia y nadie me mira, nadie me abraza. Un tímido ‘omedetou’ (felicitaciones) por acá, otro ‘congratulations’ por allá, pero no más. Nada de festejos desmedidos, nada de gritos, nada de abrazos épicos bajo la lluvia mientras suena ‘We are the champions’.  Nada de nada. Máximo un ‘Romero-san ii desu neee’ (bien Romero, eh).

No me queda otra entonces que caminar rapidito hasta mi escritorio, sentarme en la compu y hacerme el que laburo, con una sonrisa de oreja a oreja que va por dentro. Y a medida que pasan los minutos, mientras leo Facebook, Twitter y todo lo que se me cruce por delante, empiezo a mirar a todos mis compañeros de reojo. Eficientes, concentrados, trabajando. Japoneses, pero también algunos ingleses, dos yanquis, un suizo, una belga y un portugués. Los miro a todos, que no hablan, que no gritan, que no tienen todo lo que yo tengo adentro en este momento a punto de explotar. Los miro a todos y pienso:

 

Watashi wa kyoukou o motteimasu. Anata wa nanimo nai. (Eu tem papa, voce nao tem nada).

 

Romero-San se publicó primero en Interactivity

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